jueves, 16 de mayo de 2013

Las rebeliones y la defensa indígena

Un texto realizado por Iraida Vargas, en la edición de Octubre-2009 de la revista "Memorias de la resistencia Indígena", siendo un trabajo del Ministerio del Poder Popular para la Cultura. (pág. 2-9).

 El enfrentamiento entre indígenas y españoles tuvo una duración variada en las diferentes regiones geohistóricas que conformaban el territorio de lo que podríamos llamar la Venezuela del siglo XVI. En la zona costera y en la andina, para inicios del siglo XVI, ya el dominio colonial hispano se había estabilizado dando paso a la configuración de una nueva forma de propiedad agraria fundamentada en las encomiendas, pueblos de misión, siembras de comunidad, etc. Por esa razón, los levantamientos o rebeliones indígenas no llegaron a adoptar una forma orgánica de oposición a la dominación colonial, ya que estas poblaciones fueron desarticuladas, cultural y territorialmente, e integradas dentro de nuevos procesos de trabajo vinculados a la producción colonial. La estructura de la familia extensa, fundamento de la sociedad indígena,
fue fragmentada al abolirse la utilización de las viviendas comunales y ser reemplazadas por viviendas unifamiliares, ocupadas por un nuevo tipo de familia nuclear: madre, padre, hijos e hijas; se cortó la relación del colectivo con la tierra y la naturaleza, la cual comenzó a estar mediada por la institución del encomendero o el cura de misión.

La resistencia indígena Caribe en las regiones más apartadas, como el Orinoco, duró hasta fi nales del siglo XVI, ya que esos grupos étnicos se aliaron con otros colonizadores ingleses, franceses y holandeses contra el enemigo común: los españoles, hasta que los misioneros capuchinos catalanes establecieron pactos de conveniencia con sus antiguos enemigos, lo que les permitió dominar a las etnias Caribes orinoquesas. A diferencia, los esclavos negros, que procedían de sociedades y reinos del occidente de África, muy jerarquizados, pudieron conservar —a pesar de su condición de esclavos desarraigados— muchos de sus rasgos culturales originarios, alimentando así su esperanza de ser libres en una tierra extraña que terminó siendo su nueva patria.

Sin embargo, los indígenas caribes que ocupaban la zona norte, especialmente los valles intermontanos de la cordillera de la Costa, donde se encuentran localizadas actualmente la ciudades de Caracas y Los Teques, defendieron sus territorios ancestrales, que habían habitado desde por lo menos alrededor del año 300 de la era, aunque el poblamiento más importante y numeroso ocurrió entre los siglos X y XII. A partir de 1560, losejércitos caribes bajo el mando de los jefes Guacaipuro, Terepaima y Paramaconi, se enfrentaron a las numerosas expediciones españolas logrando controlar hasta el siglo XVI todo el territorio que habían ocupado en la porción norte del país, cuando fi nalmente fueron derrotados.

A partir de entonces, la colonización logró desarticular a las etnias indígenas como comunidades autónomas, muchas de las cuales persistieron como semiautónomas hasta fi nales del siglo XVIII, mediados del XIX. Durante los tres siglos que duró la colonia, los indígenas se vieron inmersos en un intenso proceso de mestizaje, sobre todo con descendientes de los esclavos de origen africano y en menor grado con los criollos descendientes de españoles peninsulares, mestizaje que dio lugar a lo que hoy día se conoce como población criolla. Durante los siglos XVI y XVII, muchos indígenas que habían sido trasladados a la fuerza a
las plantaciones que se encontraban ubicadas en los valles de Carabobo, Aragua, la región capital y Miranda, se incorporaron —como individuos que no como colectivos— a las luchas de los negros cimarrones por la libertad, ocupando con ellos los cumbes que fundaban, sobre todo en zonas inaccesibles de los valles mirandinos. En el siglo XVII en la región llanera, las comunidades indígenas, particularmente las de los cazadores recolectores pescadores que fueron desplazados de sus antiguas tierras a orillas de los grandes ríos como el Cojedes y el Portuguesa por la expansión territorial de los hatos ganaderos, se unieron con los negros cimarrones de los cumbes y formaron comunidades que vivían de la rapiña de los rebaños de ganado y del asalto a las poblaciones de criollos o indios, secuestrando mujeres y niños que iban a engrosar las bandas cimarronas que se formaban en el llano. Para 1786 se calculaba en 24.000 el número de indios que se habían unido a estos focos de rebelión, los cuales se anexaron a otros que ejercían el ofi cio de piratas en los grandes ríos llaneros. Los mismos se unieron inicialmente a la caballería de Boves al comenzar la Guerra de Independencia. Uno de los caudillos más nombrados de estas bandas de indios cimarrones parece haber sido el célebre Guardajumo, conocido por su crueldad. Hoy todavía persisten restos de esos grupos de indios que pescan utilizando solamente arpones en las orillas del río Portuguesa, viviendo en pequeños pueblos ubicados entre los intersticios de tierras que les dejan los hatos, formando unidades endógamas, ya que los criollos los desprecian, y se hallan sometidos a una terrible miseria.

Los indígenas tuvieron una destacada actuación en la Guerra de Independencia, especialmente en las batallas libradas en los llanos. Gran parte del ejército de lanceros que acompañó a Páez en la Batalla de Mucuritas eran indígenas caribes o mestizos de caribes y canarios.

Ya para fi nales del siglo XIX y comienzos del XX, cuando se inicia la expansión de la sociedad criolla, las etnias indígenas que subsistían como semiautónomas, se vieron forzadas a abandonar sus espacios y ocupar nuevos territorios en áreas limítrofes del país, desde donde comenzaron a implementar procesos de resistencia cultural. Hoy día persisten 33 grupos étnicos, distribuidos en comunidades que aglutinan un poco más de 500 mil personas.

La resistencia culturalde los y las indígenas

La burguesía nacional que surge desde fi nales del siglo XIX necesitaba instaurar una ideología que le garantizase mediatizar las formas de resistencia y de lucha de todos los componentes étnicos y sociales de la nación venezolana, con el fin de propiciar y perpetuar su dependencia y subordinación. En el caso de las comunidades indígenas, esa dependencia se expresó en todos los órdenes de sus vidas, no sólo en el económico.

Los preceptos religiosos y la ideología que regulaban la vida de los indígenas, por ejemplo, entraron en conflicto con la lógica y la racionalidad capitalismo. Esa contradicción tendió hacia la desestructuración de las sociedades indias, lo que se expresó al nivel interno de muchas comunidades indias en profundas separaciones entre las distintas generaciones dentro de las diversas comunidades, entre los y las jóvenes y los ancianos y ancianas, y entre las distintas etnias entre sí. En consecuencia, los grupos étnicos indígenas se vieron obligados a modificar, sustituir y, en ocasiones, proscribir los contenidos ideológicos propios de sus sociedades y de sus diversas tradiciones culturales, no coincidentes con los de la sociedad burguesa. De esa manera, esos contenidos ideológicos originales comenzaron a perder su vigencia histórica y tuvieron que ser resemantizados para adecuarse a una nueva realidad, lo cual ha hecho posible su persistencia hasta hoy día.
 
Todo el sistema productivo tribal de las comunidades indias se vio profundamente afectado por el sistema capitalista. La organización para la producción entre los indígenas que se daba dentro de las estructuras ciánicas, se dislocó con la introducción de la propiedad privada sobre su principal medio de producción: la tierra; el trabajador directo o la trabajadora directa, al ser desposeído o desposeída de su principal medio de producción entró en una nueva forma de relación social en la cual era explotado o explotada. El desarrollismo capitalista cuartarepublicano invadió las tierras de la mayoría de las comunidades indígenas. Así, las selvas que éstas habitaban fueron convertidas en sabanas para la explotación agrícola, minera e industrial. Debido a que muchos de los territorios indígenas eran de principal importancia estratégica y económica para la nación, el Estado incorporó esas tierras al ámbito de la economía nacional mediante conquista, expropiación y colonización de esos territorios. Sustentó esas medidas manejando una ideología nacionalista que postulaba que se trataba del engrandecimiento y defensa de la patria.
 
La relación conservacionista de los indígenas con la naturaleza se vio violentada debido al deterioro progresivo de sus territorios a causa de ese desarrollismo, ejemplos emblemáticos de lo cual son el caso Warao, en caño Manamo, el de los Piaroa, el de los Yanomami, en el Amazonas y el de los Pumeh, en Apure. Los territorios indígenas en general, se convirtieron asimismo en presas muy deseadas por los latifundistas; debido a la existencia en muchos de ellos de recursos naturales apetecibles para los capitalistas nacionales y transnacionales, fueron objeto de una brutal expoliación. Si los indígenas protestaban, eran cazados y exterminados desde helicópteros con armas de alta potencia.
 
La distribución igualitaria tribal de lo producido en colectivo se vio también afectada por las nuevas relaciones sociales capitalistas, llegando en ocasiones a ser sustituidas por la apropiación diferencial característica de ese sistema. La organización familiar también se vio impactada por el capitalismo; la familia extendida característica de las sociedades indígenas tribales dio paso, entre muchas comunidades indias, a la nuclear como la forma que mejor se adecuaba al proceso productivo capitalista.
 
En el plano cultural, las comunidades indígenas estuvieron sometidas al asedio de las políticas indigenistas estatales que se proponían conocer al indígena para después cambiarlo; los indígenas no tenían posibilidad alguna de opinar en relación con esas políticas, quedando reducidos a convertirse en un polo receptor pasivo de la aculturación. Sobre todo a fi nales de los años 80 y los 90 del siglo pasado, muchas comunidades indígenas vieron migrar a sus jóvenes hacia las ciudades en busca de mejores oportunidades de vida. Esos inmigrantes se insertaron en esos espacios en los estratos más bajos de la sociedad y en las peores condiciones. Acorralados y acorraladas por una sociedad criolla que los y las despreciaba y marginaba, sin posibilidades reales de encontrar empleos bien remunerados, muchos de ellos y ellas fueron presas de las drogas, el crimen, la prostitución y el alcoholismo, en suma, de la miseria. Éstos se convirtieron en males comunes a esas poblaciones de inmigrantes, males desconocidos en sus comunidades originales durante milenios. La migración y las periódicas epidemias de enfermedades infecto-contagiosas, desatendidas estas últimas por los gobiernos cuartarepublicanos, disminuyeron la tasa de natalidad dentro de muchas comunidades indígenas, poniendo en peligro de desaparición a algunas de ellas. Lo mismo ocurrió con sus idiomas, amenazados constantemente por la penetración cultural de la sociedad criolla nacional y transnacional, a pesar del esfuerzo de algunos antropólogos y antropólogas pero fundamentalmente de las comunidades indígenas mismas por preservarlos. Las propuestas sobre la educación intercultural bilingüe no contaron con el apoyo del Ministerio de Educación, a pesar de que para 1979 existía un decreto que la consagraba.
 
Dado que la política indigenista del Estado puntofijista abogaba fundamentalmente por la “conservación de las culturas indígenas”, algunos elementos de la cultura material fueron privilegiados, sobre todo las artesanías con valor comercial, de manera que éstas perdieron su función social dentro de sus comunidades.
 
Los sucesivos gobiernos puntofijistas entregaron la “civilización” y la asimilación de los indios a la “cultura universal” a los misioneros católicos y a organizaciones religiosas extranjeras como las Nuevas Tribus. Estas últimas, so pretexto de inculcarles sus creencias religiosas, cumplían con la triple función de aculturarlos, crear entre ellos sentimientos antinacionales y de autodesprecio como etnias, al mismo tiempo que los obligaban a actuar como espías e informantes de las transnacionales de manera de facilitar la expoliación de sus conocimientos y saberes así como de los recursos naturales existentes en sus territorios, fundamentalmente los botánicos y mineros. Durante esos cuarenta años, varias denuncias fueron formuladas acusando a esas organizaciones religiosas extranjeras y a antropólogos estadounidenses inescrupulosos de la utilización de indígenas como conejillos de indias en experimentos con drogas.
 
Por todo lo anterior, las acciones de las organizaciones indígenas en ese entonces se orientaron básicamente
a adoptar formas de resistencia cultural, utilizando su condición étnica para protegerse de las agresiones de todo tipo hacia sus comunidades. La derecha atacó sutilmente esas formas de resistencia indígena, implementando desde el Estado y, sobre todo, a través de la Academia una trivialización y un reduccionismo de los objetivos de esas luchas. Efectivamente, en los espacios académicos de entonces surge un debate entre las posiciones teóricas del indigenismo, del etnopopulismo y del etnomarxismo. El primero, el indigenismo estaba orientado a justificar “científicamente” la asimilación de las comunidades indias a la sociedad nacional, eliminando sus especificidades culturales de manera de poder incorporarlos al sistema capitalista, garantizando que no hubiese reticencias gracias al empleo socarrón del mismo discurso de la resistencia cultural. En ese sentido, la nomenclatura del Estado venezolano basada en la tesis científica indigenista manejaba un discurso oficial que hablaba del “respeto a la cultura indígena”, mientras reducía las aspiraciones indígenas a tratar de conservar solamente sus elementos culturales formales y prevenía que dichas comunidades pudieran plantearse las causas de su condición de opresión y así unir esfuerzos con otros sectores igualmente oprimidos para obtener la transformación estructural de sus condiciones de vida. En la implementación de esta tesis del indigenismo, el Estado venezolano puntofijista vinculó y subordinó a la mayoría de los líderes de las comunidades indígenas a la nomenclatura central mediante la creación de otras nomenclaturas indígenas similares que representasen sus intereses políticos y económicos. En tal sentido, cooptó a muchos de los líderes, y sobornó a otros desvinculándolos de las luchas propiamente indígenas.
 
El segundo, el etnopopulismo, constituyó el fundamento filosófico que permitió una nueva forma de manipulación ideológica de la situación en nombre de una “ciencia comprometida” con los indios. Dicha tesis, que manejaba un discurso parecido en lo formal al indigenista, se sustentó en la idea de que había que “rescatar a los indios” y las minorías étnicas del avasallamiento del que eran objeto por parte del resto de la sociedad nacional y de los abusos transnacionales, para poder “preservar sus culturas”. Pero en realidad, el
etnopopulismo proponía un aislamiento de las comunidades indígenas con el fi n de evitar la “contaminación” de sus culturas con la hegemónica de la sociedad criolla, como manera de preservar su supuesta “esencialidad étnica”, apoyándose en la idea de que se trataba de sociedades inmutables y a-históricas, sociedades donde la historia parecía detenerse y, por lo tanto, los individuos estaban condenados a repetirse mecánica y eternamente, sin implicarse en la lucha de clases ni en los variados problemas nacionales ni a verse afectados por ellos. Los científi cos y científi cas orgánicos del sistema que sustentaban y todavía sustentan esta posición y muchos otros y otras que ingenuamente las apoyaban, llegaron a plantear que el Estado venezolano debía decretar a los territorios indígenas como una biósfera, con ellos y ellas incluidos, con su fl ora y su fauna, con sus riquezas minerales presentes en el subsuelo, con las aguas de los ríos, con los bosques y selvas contenidos en ellos, una burbuja que impediría la contaminación y que posibilitaría la preservación, el “rescate” —decían— de los indios. Sólo los investigadores e investigadoras comprometidos con ese rescate podrían penetrar la burbuja, la biósfera, con el objetivo de poder estudiar, “en su estado más puro”, dichas poblaciones.
 
La posición etnomarxista, que surge a partir de los años 60, reconoció, por el contrario, la existencia del carácter autóctono del proceso histórico, pero considerando a las comunidades indígenas como un componente étnico existente en la constitución de las clases sociales. Esa posición buscaba explicar los procesos de identifi cación particulares sin perder de vista los antagonismos políticos de la sociedad nacional.
 
A pesar de este cuadro tan negativo que les ha dejado en herencia los gobiernos republicanos, la mayoría de las comunidades indígenas que habían logrado sobrevivir como comunidades semiautónomas, han podido subsistir hasta el presente, evidencia de lo cual es la existencia actual de alrededorde más de 500.000 indígenas.
 
Hasta fi nales de la década de los años 60, las organizaciones indígenas no lograban trascender el ámbito comunal y local, con cierto impacto en el regional. Sin embargo, a partir de 1972, los movimientos indígenas se organizaron, a nivel regional y nacional, en seis federaciones indígenas regionales y en la Confederación de Indígenas de Venezuela, que les permitieron obtener ciertos logros, no obstante, que fueron manipuladas por las estructuras partidistas que actuaron como grupos de presión con intereses distintos a los de la base indígena. Para comienzos de los años 80, las distintas comunidades indígenas realizaron tímidos intentos para organizar empresas agrarias comunitarias, pero no contaban con ayudas estatales, ni financieras ni de capacitación, para el transporte, procesamiento y conversión así como para la comercialización de sus productos. Para esas fechas existían 68 organizaciones agrarias, donde participaban tan sólo 14 de las 1.060 comunidades estimadas a nivel nacional. 

Si bien el Estado puntofijista, como respuesta a las luchas que llevaban a cabo esas organizaciones, dotó de tierras a algunas comunidades a través del Instituto Agrario Nacional, para 1983 sólo 4.000 de las 23.500 familias de las 1.060 comunidades estimadas a nivel nacional para la época las habían recibido. En el VI Plan de la Nación se asignaba la ínfima suma de alrededor de 600 millones de bolívares para atender las demandas y resolver los múltiples problemas confrontados por casi 24.000 familias, unas 130.000 personas. 

Consecuente con su política indigenista, el Estado puntofijista concentró sus esfuerzos en propiciar la actividad artesanal indígena como el área que mejor permitía introducir dentro de las comunidades los valores conexos con la producción y la comercialización capitalistas, poniendo en práctica acuerdos y convenios que habían sido fi rmados a fi nales de los años 40, los cuales contemplaban en el papel “asistencia técnica y crediticia, suministro de materia prima y comercialización de los productos artesanales”. Los convenios incluían talleres artesanales, coordinados y dictados por promotores, demostradores sociales, peritos y técnicos que no pertenecían a las comunidades. Para 1983 existían tan sólo 16 pequeñas empresas artesanales no consolidadas y 821 “en promoción”.
 
La atención estatal a la salud de los indígenas se realizó durante esos cuarenta años a través de espasmódicas campañas de asistencia médica, generalmente de vacunación, luego que la opinión pública lograba enterarse de la devastación que había dejado en algunas comunidades alguna epidemia de enfermedades infecto-contagiosas.
 
Por las razones apuntadas, entre esas comunidades, los indígenas maniatados por la política indigenista estatal puntofi jista no llegaron a ser los sujetos de su propio desarrollo, para dar lugar al “progreso” contemplado en los planes de expoliación de la burguesía nacional y transnacional. Iguales efectos tuvo el que muchas comunidades, subyugadas por el discurso etnopopulista, asumieran, como bandera de lucha, que para lograr su liberación preservando sus culturas y modos de vivir debían rechazar irrestrictamente al Estado nacional, devenir sus territorios en suerte de reservas intocables por la sociedad criolla, de manera de conservar su pretendida “pureza étnica”, desviando de esa forma sus metas del logro de la transformación estructural, única garantía de su liberación.
 
La relación de los indígenas con el Estado hasta 1999 se caracterizó,entonces, por una ausencia total de su participación en las luchas y movimientos sociales nacionales, ya que las formas organizativas propias no lograban articularse con, ni ser respetadas por el Estado. Mientras la resistencia indígena a través de esas formas propias permitió que las comunidades indias se mantuvieran lo sufi cientemente cohesionadas para sobrevivir hasta hoy día, en su relación con el Estado y el resto de la sociedad mestiza esa resistencia se redujo a tratar de conservar algunos aspectos formales de sus culturas, aspectos que aunque se decía eran “puros”, en la realidad eran intervenidos constantemente mediante formas de aculturación estatales, penetración foránea en sus territorios y una educación ofi cial que les era ajena, cuyos contenidos estaban orientados y diseñados para lograr su asimilación a la sociedad nacional tan sólo como fuerza de trabajo. Esta situación de desapego de los indígenas hacia el resto de la sociedad nacional estimulaba los estereotipos negativos que la ideología estatal había creado en la población mestiza y retroalimentaba la ya existente discriminación y exclusión hacia ellos.

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